Mi padre y yo jugábamos al fútbol. Al "Fútbol-Pasillo", técnicamente. Con todas las puertas cerradas, excepto la del final de cada lado del pasillo, y una pelota pequeñita, blanda, negra y naranja, con dibujos de Goofy.
Quizá es uno de los sitios donde más aprendí. Mucho de fútbol, sí ("Esto es chutar a la Beckenbauer" o "Si la haces rebotar contra las paredes es más difícil de parar"), pero mucho más de otras cosas. Aprendí la importancia de tener a alguien, alguien a quien puedas decirle dos palabras para saber que en ese momento hay que descalzarse, cerrar las puertas, y concentrarse, porque cada gol cuenta y el que pierde recoge la cena. Aprendí la importancia del valor, porque cuanto más te acerques menos tiempo le das al otro a reaccionar. Aprendí la importancia de saber comportarse, de la lealtad, de no tirar cuando el otro está dado la vuelta o de pedir perdón a mi hermana cada vez que tenía que entrar a su habitación a recoger la pelota. Aprendí la importancia del compañerismo, de la amistad, del sacrificio y de la satisfacción de mejorar cada día. Porque yo nunca hice un deporte como actividad extraescolar: No me hizo falta.
En esa época aún creía en Papá Noel. Hoy ya no. Pero, cuando he abierto el regalo de mi padre, una pelota, muy parecida a la de entonces, no han hecho falta palabras.
Me he descalzado, y hemos cerrado las puertas.
1 comentario:
Good one, man!
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